Lo que
escucho a eso de las 9 de la mañana cuando estoy en mi cama un sábado
cualquiera es el trino de los pájaros que mi abuela refugia en sus respectivas
jaulas, se puede hablar de que son pocos: hay dos integrantes de la familia
cenzontle, un periquito y un canario. Puedo escuchar, entonces, un silbido delicado,
ocasional, que me lleva a pensar quizás en las aves más pequeñas que consiente
mi abuela.
La habitación
está apagada, no hay luces externas más que la pálida iluminación que viene de
las ventanas, iluminación que sugieren un día nublado y un sol en decadencia. Se
siente frío, mis pies están descubiertos. Los demás
siguen somnolientos mientras yo permanezco inmóvil y escucho, de improvisto,
movimientos en las jaulas. Se escucha como si a lo lejos un gallo diera su
concierto para que la gente despierte,
pero yo creo que esa gente ya está acostumbrada a escuchar al nervioso gallo y
prefiere seguir en cama.
Constantemente
se esparce el rastro sonoro que los
coches y los microbuses dejan en la avenida, aunque no es muy aturdidor sí se
percibe aun a escasos metros. En raras ocasiones, hasta este momento sólo una
vez, he percibido el habla de unas personas que caminaban por afuera de la casa. Algunos aullidos de perro estremecen en ocasiones.
Es gracioso,
pero hay ruidos internos, he oído a mis intestinos retorciéndose de hambre. Una
vibración es molesta si se repite en lapsos de 1 cada 10 minutos, y el celular
de alguien ha estado vibrando sobre la mesa de madera y es causa de un ruido
molesto, como el que produce un avión que avanza sobre la ciudad, encima de
esta colonia de calles descuidadas y agrietadas y de perros olvidados en azoteas grises.
Por esta
extraña ocasión nadie ha podido prender la tv. Han traído algo de comer ¡qué
bien, es hora de desayunar!