domingo, 23 de septiembre de 2012

Crónicas de un oído: antes de acostarse


Los que habitan esta casa se acostaron después de que entraron al baño y abrieron las llaves del agua para lavarse los dientes, después de que “jalaron” el agua del inodoro, después de que cerraron las puertas y después de que se dieron el beso de las buenas noches.

Las noticias también se sintonizaron, ya fuese en radio o televisión. Como a las 10 o a las 11 los regaños de la abuela para que yo durmiera fueron frecuentes.

Hubo sonidos indeseables en la noche: el estruendo de los cohetes, el señor de los tamales, las fiestas de los vecinos en la madrugada, los aullidos, los maullidos, el “clic” de las teclas de la computadora porque ¡Cómo fastidió el sonido de las tareas inconclusas!

A partir de las 11pm., las personas encontraron un poco de silencio para poder acostarse.

Crónicas de un oído: la tarde estridente


La tarde de un día normal en esta casa siempre será escandalosa, en especial cuando llegue la hora de comer: los niños gritarán y llorarán, los grandes también gritarán y hablarán de tantos temas, la abuela escuchará con dificultad lo que los otros dicen, pero dará satisfacción el oírla contar uno de sus recuerdos; la tv. hará las veces de música de fondo mientras uno saboree los platillos que prepare la abuela.

En la protesta de hambre, canes, aves, niños y uno que otro desesperado (que las más de las veces podría ser yo) comenzarán algarabías sincrónicas para pedir alimento. 

Una vez reunidos en la mesa, los sorbos de agua, el estridor de los cubiertos contra los platos, y las palabras entre bocados serán los más comunes.

Al comenzar la tarde el hacer tareas implicará los repiqueos de las teclas de la computadora portátil o el ruido del carbono del lápiz en la hoja de papel. Muchas veces los niños jugarán en el patio y sonarán las llantas de sus bicicletas o las pisadas de cuando corran. En esos momentos todo será ruido.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Crónicas de un oído: sonidos iniciales


Lo que escucho a eso de las 9 de la mañana cuando estoy en mi cama un sábado cualquiera es el trino de los pájaros que mi abuela refugia en sus respectivas jaulas, se puede hablar de que son pocos: hay dos integrantes de la familia cenzontle, un periquito y un canario. Puedo escuchar, entonces, un silbido delicado, ocasional, que me lleva a pensar quizás en las aves más pequeñas que consiente mi abuela.

La habitación está apagada, no hay luces externas más que la pálida iluminación que viene de las ventanas, iluminación que sugieren un día nublado y un sol en decadencia. Se siente frío, mis pies están descubiertos. Los demás siguen somnolientos mientras yo permanezco inmóvil y escucho, de improvisto, movimientos en las jaulas. Se escucha como si a lo lejos un gallo diera su concierto para que la gente despierte, pero yo creo que esa gente ya está acostumbrada a escuchar al nervioso gallo y prefiere seguir en cama.

Constantemente  se esparce el rastro sonoro que los coches y los microbuses dejan en la avenida, aunque no es muy aturdidor sí se percibe aun a escasos metros. En raras ocasiones, hasta este momento sólo una vez, he percibido el habla de unas personas que caminaban por afuera de la casa. Algunos aullidos de perro estremecen en ocasiones.

Es gracioso, pero hay ruidos internos, he oído a mis intestinos retorciéndose de hambre. Una vibración es molesta si se repite en lapsos de 1 cada 10 minutos, y el celular de alguien ha estado vibrando sobre la mesa de madera y es causa de un ruido molesto, como el que produce un avión que avanza sobre la ciudad, encima de esta colonia de calles descuidadas y agrietadas y de perros olvidados en azoteas grises.

Por esta extraña ocasión nadie ha podido prender la tv. Han traído algo de comer ¡qué bien, es hora de desayunar!